MIRADAS THAI

Son los dueños de sus calles, los cultivadores de sus tierras y los amantes de su espíritu, libre o esclavo.

Ellos son los que nos enseñan, a nosotros los viajeros, las arrugas de su pasado y los surcos de su presente.

Taliandia, ¿quién vive ahí?

“Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena” (Ingmar Bergman)

Esta mujer pertenece a la tribu de las llamadas “Orejas grandes”. Vive en un poblado junto a las mujeres “Jirafa”, en Chiang Mai. Me vendió unos pantalones por los que apenas regateé. Sabia, lúcida y cansada. Así la vi yo.

Lo pasan bien sin hacer nada. Mañanas, tardes y noches sentados o tumbados en la calle. Aquí comen, duermen a ratos, conversan… Viven en su propio templo, que es el aire libre. Y los perros, como amigos fieles, les siguen la corriente.

De una barca a otra por los canales de Bangkok y sin idioma común, nos entendimos perfectamente. Ella vendía, vendía de todo: pulseras, souvenirs inservibles, agua y bebidas mil. Cualquier cosa con tal de atraer nuestra atención. Bastaron su sonrisa y mi sed para comprarle una cerveza a precio de oro. Oro del de allí, me refiero.

 

“La belleza no mira, sólo es mirada” (Albert Einstein).

Es una niña crecida a base de estirones. Vive en un poblado vendido al turismo junto con otras mujeres “Jirafa”. Me mira resignada y dulce, porque está condenada. Desde que era un bebé la atraparon con ese collar para que su cuello se alargara. Un arma que utiliza el gobierno tailandés para que nosotros compremos. No tiene salida ni oportunidades. Solo vive mientras su cuello parece que se estira. Y crece por dentro, pero triste. Y guapa.

Se levanta todos los días al amanecer. Se lava un poco, se viste, desayuna algo (probablemente arroz) y sale de su pequeña choza para ir a saludar a su elefante, que no es suyo, pero como si lo fuera. Le da un paseo ya con la luz del día brillante y le prepara para la batalla diaria: lucirlo ante los turistas. A las 9 am empiezan a llegar, todos en fila, en masa, grupos detrás de otros grupos. Y comienza el circo. Lavan a los elefantes, los montan. Y los elefantes saludan, cogen baths y euros con la boca como si fueran artistas callejeros. Juegan al fútbol con pelotas de goma. Están entrenadísimos. Y el público sonríe, exclama, aplaude. Y así todos los días. Y el chico tailandés acaricia a su elefante, que no es suyo pero como si lo fuera. Porque es su compañero diario de aventuras. Porque esa es la vida de los dos. Como fue la vida de sus antepasados. Los del elefante y los del chico. Le pregunté su nombre: se llama Rhai.

 

“Para ver claro basta con cambiar la dirección de la mirada” (Antoine de Saint-Exupery).

Los llaman tuk tuk. Son motocicletas de tres ruedas cubiertas por una lona con su luna, parabrisas y todo. Hay miles en todo Bangkok moviéndose 24 horas como luciérnagas en la noche. Es el medio de transporte más común entre los tailandeses de la capital. No tienen ni tarifa fija ni tarifa plana. Los conductores cobran lo que les apetece según el momento. Antes de hacerte subir te miran de arriba a abajo. Observan en tres segundos con ojo de lince y a continuación lanzan una cifra a su presa. Puedes regatear, pero se enfadan. Mi conductor, en este caso, estaba cabreadísimo. Aunque salió ganando.

Como cualquier soldado del mundo está acompañado de sus normas, siempre estrictas. Siempre precedidas por un “NO”. Este adulto precoz custodiaba el Palacio Real de Bangkok, que estaba en obras. Cinco meses antes de esta escena Tailandia vivió en sus carnes un golpe de estado. Los soldados con función de policías son piezas clave en el tablero de la ciudad. Al final te acostumbras a ellos, a su miradas heladas, congeladas. Aunque en realidad no miran, sino que vigilan. Ni siquiera las metralletas de guerra asustan al turista. En el fondo es una sensación extraña: te sientes protegido, pero no querido.

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