Aquella mujer de pelo plateado contemplaba el reflejo del ponte della Santa Trinità entre el frío y la niebla de la tarde. Apenas había turistas, y eso en una ciudad como Florencia era raro, muy raro. Contó escéptica el número de paseantes apuntando la vista al río Arno: uno, dos, tres, cuatro… Miró hacia arriba, no llegaban a doce. Entonces se acordó de su niñez, cuando acompañaba a su padre a la joyería del ponte Vecchio, siempre frecuentado por compradores, transeúntes y estudiantes. Y animado también por algunos turistas, solo algunos, conmovidos por el arte renacentista de la ciudad. Con diez años, se asomaba de puntillas desde el Vechhio para observar el de della Trinità, que le gustaba especialmente porque en su diseño había intervenido un día su admirado Miguel Angel. Sí, le encantaba este puente, derruido y reconstruido tantas veces, pero al final siempre en pie. Como ella. Con estos pensamientos le cayó la noche encima, y volvió a acordarse de los turistas, que ya no le importaban. Al fin y al cabo, se dijo, Florencia es como Venecia: un sueño robado por extraños.
Florencia es como Venecia: un sueño robado por extraños.
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